No es raro que, tras
salir de mi casa cargado hasta arriba con mi look de "campista
trasnochado" (porque suelo ir a la sierra los lunes o domingos y no los fines de semana como sería esperable de alguien
con un look tan "dominguero" como el mío), conjunto que consiste en ropa bastante desgastada más macuto o mochilota bien pesada (incluso, en ocasiones, con
una segunda mochila pequeña al frente en donde viajan libros, termo y mate), no es raro, decía, cruzarme con la mirada de otros urbanitas
que sin dificultad adivinan que marcho al campo. Por la mirada azorada y
uniceja de más de uno, sobre todo de los muchos viejos de nuestro barrio pseudo
falangista y católico, puedo imaginar que piensan algo del estilo: "vago y
sucio... ¿por qué no buscas un trabajo?"; y tanto por la mirada de otros,
por lo general más amable, como por algún que otro comentario que suelen
arrojarme al pasar del estilo "¡qué envidia das, tío!" o "pal
campete con este calor, ¡quién pudiera!", me doy cuenta de lo mucho que
los urbanitas ignoramos de lo que implica el irse al campo, o lo fácil que se
asocia este irse de la ciudad con huir o escaparse de un mundo de complicaciones
hacia un mundo sencillo, del mundo del trabajo a un mundo de (
h)ocio. "¡Hah!! ¡Hel placer del hatardecer, hel holor del campo!"


La verdad es que tanto los viejos fachas como
los románticos bucólicos nos equivocamos, y no de puro mal pensados, sino de ignorantes: si la cosa es tan obvia y es tan evidente que el campo es un lugar de
evasión (y no en verdad el gran evadido), ¿por qué se han vaciado los
pueblos? ¿Por qué van quedando sólo los viejos? ¿Por qué se van abandonando las
tierras, se ensucia el monte (con las terribles consecuencias como los
incendios que sufridos esta temporada en toda la península {incluido
Portugal}), por qué la cizaña conquista territorios antes productivos?

La
respuesta, creo, es simple como el campo: porque es imposible en las condiciones actuales vivir de la tierra, y si la misma gente de los
pueblos no lo hace (no vive-de-la-tierra), no es de vaga (o porque sea particularmente más vaga que la
gente de la ciudad {en general, creo que es al contrario}), sino porque esta gente sí sabe lo que implica ese
vivir-de-la-tierra, vivir-del-campo y lo ve, al decir de mi colega Mario, como "la última trinchera", para cuando "no haya más cojones que coger el
azadón". La archi-escuchada sentencia "la dureza de la vida en el campo", siempre acompañada de un gesto grave y cierta solemnidad tanto por quien la profiere como por quien la escucha, no por cierta
revela un mayor conocimiento de la situación de ninguno de las dos; tal expresión en todo caso enmascara o maquilla
la ignorancia en un tapiz de supuesta comprensión y conciencia de lo que la
vida en el campo es. Puedo decir, luego de nuestro infructuoso intento de
comunidad del año pasado, que existen un sinfín de mitos urbanos con relación
al campo, tantos que puesto a tratar el tema, no sabría por dónde comenzar...
por lo que creo que lo mejor que puedo hacer es cronicar un poco nuestra cotidianidad
durante las últimas semanas en la choza.

Comencemos diciendo
lo que suele ser una asociación inexorable entre el campo y un buen descanso... Pues bien, esta idea, al menos en lo que refiere al
contexto de la choza... ¡es una falacia absoluta! Y paso a detallar: A finales del invierno tuvimos pulgas,
provenientes del extraordinario abono que usamos para el huerto (era mierda de oveja, y lo de "extraordinario" lo dijo un viejo del pueblo, aunque a lo mejor se refería a la "vida interior" que aquella mierda en particular abrigaba).
Evidentemente, este fertilizante no sólo sirve de alimento para el suelo y sus hortalizas,
sino que también puede servir de cobijo para las pulgas que, tras abandonar la
cobertura lanuda de las ovejas, se refugian en su mierda en proporciones
similares a las de un éxodo civil durante un conflicto bélico. La
plaga se comportaba a la usanza de un cuerpo guerrillero que hostigaba al enemigo tal como pedía el Che, "sin dejarlo descansar", y si bien el control de la plaga de pulgas fue muy
difícil, el lograrlo no nos valió más que para darnos cuenta de que la colonia de ratones había experimentado un verdadero baby-boom. El impacto que nos generó ese crecimiento fue posiblemente debido a que, demasiado jodidos por las picaduras de las pulgas en la cama, no éramos conscientes de las dimensiones de la explosión demográfica que la colonia atravesaba y, cuando lo notamos, los condenados bichos estaban tan acostumbrados a nuestra lastimosa presencia que llegaban a quedarse unos instantes mirándonos desafiantes, antes de huir por techos, muros o debajo de las cestas de la choza. Así como no fuimos conscientes del crecimiento de la colonia de ratones, sí notamos cómo ésta fue reemplazada por una de bichos más robustos, con la cola más larga: ratas. Para entonces, los sistemas de almacenamiento de la comida, el grano, etcétera,
vivieron una revolución copernicana: la choza, gracias al gato, estaba "asegurada contra ratones"... pero gracias a los perros de nuestros
"compis" (así: entre comillas), al quedarnos sin el gato se volvió una cuestión de tiempo que aquello se convirtiera en un buffet libre de roedores. Entonces tocó dormir con tapones obligatoriamente, o de lo contrario era para desvelarse escuchando
los juegos y las orgías que los roedores montaban, sólo comparables a las del
Congreso de la Nación (ratas con trajes).
Tenemos hasta las cuatro y media para levantarnos, lo que constituiría una flor de siesta en condiciones normales, pero como por las noches no solemos acostarnos hasta cerca de las doce (o pasadas) y el
despertador suena a las cinco y media de la madrugada, el cansancio que se va acumulando merma el valor de la siesta que sabe a poco. Calculo que ese es el caldo de
cultivo de lo que he dado en llamar:
"La bipolaridad del pastor", definida como aquella que emerge entre las cinco o seis y tantas de la tarde (dependiendo de la hora a la que
se suba a buscar a las cabras). Los primeros síntomas son difusa ansiedad, que puede estar acompañada por una agnosia visual que impide el
reconocimiento de formas caprinas en el monte (frecuente comorbilidad con
binoculares tuertos); esto bien puede deberse a que las cabras rara vez están del lado del monte que se puede ver
desde la choza, lo que permitiría tenerlas más o menos controladas (como mínimo sabiendo dónde están en un momento determinado). Luego, entre paso y paso, sobreviene cierto desánimo, que no sería tan marcado de no venir un abrupto quiebre en el terreno que, mientras merma nuestra capacidad pulmonar, sobreviene un sentimiento de inseguridad o duda, acompañada por una rumiación pasivo-agresiva que con relativa frecuencia se presenta ligada a una ideación pseudo culposa autoincriminatoria que a nivel del discurso podríamos describir como:
"¿pero quién carajo me mandó a ser aprendiz de pastor de caaaaaabras, la puta
que me parió?"
... (los puntos suspensivos están resaltados para destacar la importancia y el lapso irregular que se puede dar entre improperio e improperio, pudiendo variar de un sintético "cagontóloquesemenea" a otro tipo de observaciones, más profundas o peregrinas)
... "ovejas, vacas, todas con la movilidad de una embarazada de nueve meses
...
pero no, el tipo fue a elegir caaaaabras, que se suben a los muros, que no hay
valla que se les resista, que sieeeempre 'tiran pal moooonte' y el monte sieeeempre
está a tomar por cuuuulo, sea de alto, sea de escarpado, sea lo que sea, y la madre que me parió, carajo". Así, a más de 1200 metros sobre
el nivel del mar, emerge la desorientación producto de la aparición del resonar de cencerros, pero no se puede
estar seguro del origen del sonido... el viento, claro, no ayuda, y los aviones
(que por momentos circulan con muchísima frecuencia) incrementan las
posibilidades de ilusiones auditivas: "¿eso fue una cabra güarreando... o
es el puto Concorde surcando el cielo?". Para colmo de males andan también, armadas de cencerros, las vacas del Manolo y las ovejas del Genaro, las del primero sobre la cañada o
arriba del monte, las del segundo siempre abajo, justo al lado de los canchos
(entre las peñas de piedra) que es un lugar a donde las teníamos acostumbradas
a estar a las locas, y al que cada tanto vuelven como bichos con memoria que
son. Hasta que se llega a ver si están o no en el mencionado cancho, ya
han podido emerger los reseñados síntomas una buena docena de veces (con variaciones
sutiles y no tanto).
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| Paloma enseña a hacer pilates al picho |
Pero también puede ser que al llegar a este punto del
monte surja, inconfundible, un güarreo (nombre que le dan los del pueblo al sonido de la cabra), un güarreo DIVINO, ESPERANZADOR, y en el acto una tranquilidad inquietante (si tal cosa fuera posible) nos recorre... nos decimos "Están! no sé en
dónde, pero están!!!" Entonces, tras ese ligero alivio es posible
(aunque no probable) que logremos el reconocimiento visual de las muy cabras,
tras el cual puede generarse una nueva escalada de inquietud y nerviosismo acompañada
por síntomas de hostilidad/agresión, casi siempre asociada a exclamaciones
del tipo: "pero miralas vos, qué hijas de puta son, que lejos
questán!", o "me van a hacer ir hasta allá, las muy cabronas... las
llamo, me responden pero me pueden tener toda la tarde gritándoles y haciendo
sonar el grano en el morral... hijas de puta, mirá lo que tengo que subir, y
ahora por dónde coño voy", etcétera. Tras las manifestaciones de hostilidad, surge otro sentimiento: el de la resignación;
comenzamos a subir pacientemente, sabiendo que no hay camino (que "se hace
camino al andar", parafrasea Serrat a Machado, justo en el momento en que
me encantaría meterle una zarza en el orto y decirle: "tomá, la puta que
te parió, hacé camino vos, que yo te sigo!"). Mario me dice que él no para
de dar pasos, que, cual maratonista maniático, sigue dando pasos mirando
alrededor de sí, no más allá de medio metro, porque si no "se
bloquea" y creo que es buena estrategia, porque si uno sigue y sigue, comienza a valorar el esfuerzo de haber llevado el palo que sirviera de bastón todo el
camino, y sin darse cuenta, puede ser que de repente (aunque en realidad
pasaron 30 minutos) uno está arriba de las cabras... y entonces, todo va sobre
ruedas, nos inunda una sensación de paz, de tranquilidad, uno agradece al destino,
agradece al cielo, a las zarzas que hubieron de ser sorteadas, a los espartos
con los que resbalamos por el caminante-no-hay-camino, al sol por calentar la
sierra y calentarnos, y en esa paz agradece también la brisa por refrescarnos
hasta por debajo de la piel... Entonces vuela una piedra que se estrella en una
roca con cierto estruendo y se escucha "pero cooooooooño, qué carajo
hacemos aquí, VAAAAAAMOS PAL MANANTIAAAAAAAL!!!", grito de pastor que
pareciera negar toda la tranquilidad anterior (pero es pura apariencia) y las
locas, mágicamente, comienzan a andar porque ya saben lo que viene: viene
marchar, parando en los árboles a comer los últimos resabios del verde de la primavera
que deja la sequía ibérica estival, y al final, en el manantial, sobre la
ladera de la sierra, en la parte que los viejos llaman "lomogordo", sobre una roca que sirva de comedero una lluvia de granos
que van a hacer las delicias de las locas, incentivo inexorable pa' que el hábito se logre
(la magia, en estos términos, no existe... o es demasiado caprichosa, como en
todos los planos, incluido el caprino).
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| Portfolio caprino: Carmen, Ñeca (Riquelme), Sierra por 2 y Paloma |
Entonces, y en contraste a la previa inquieta
tranquilidad (si tal cosa...), a la paz, sobreviene la satisfacción: las bichas comen, puede
que nos acerquemos a Caaaaarmen (la matriarca, cara 'e duque o marquesa, que
tiene una infección en una teta que ha de ser ordeñada
religiosamente todos los días), que la engañemos o, como dice Mario,
la "seduzcamos" (es que el temor mella al relación con el animal), y
comencemos con la última parte de la faena, del ritual... luego se acerca la "Ñeka" (Muñeca, o Riquelme
{por sus características orejas que siempre me recuerdan el festejo de goles del jugador de boca), siempre dispuesta y cariñosa. La tomamos de los
cuernos para que le deje mamar a su ahijada (forzosa), la Elvirita (bautizada
en nombre de la mujer del pastor que nos la consiguió), luego damos de comer al
Cancho (al perro pastor) y bajamos del monte con un síntoma nuevo: una
sensación de plenitud, mucho más profunda, de mayor gratitud que antes,
gratitud que se expande, con las bichas, con el monte, con la sierra, y con el
convencimiento, ahora sí, de que ser aprendiz de pastor "es la
ostia"... por lo menos hasta la siguiente tarde, "y así siempre".
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| Guerra acaba de dar a luz a Mora |